Carlos Marcos, Alberto Laiseca y José María Marcos. |
Escribe: Alberto Laiseca (*)
Esta es una novela profunda, cosa que intentaré demostrar (entre otras cosas) citando algunos párrafos.
Hay aquí por lo menos dos novelas: la de las gallináceas (largamente citadas en el prólogo) y la del asesino serial. Tal vez los autores, en este punto, se opongan al uso del singular. Para este caso les recuerdo algo que está casi al final de la obra: “Había escuchado el rumor de que en Silling los locos, los borrachines y los vagabundos nunca morían, que cuando su hora estaba cumplida se desplomaban en un punto exacto y su cuerpo se desvanecía mientras a cambio —en su lugar— otro tomaba sus costumbres, otro que surgía en el mismo exacto punto donde su antecesor se había emulsionado con la tierra, otro que desde los harapos arrumbados heredaba la función dentro del mismo pueblo, dentro de un Silling perpetuo e infernal”.Esta es una novela profunda, cosa que intentaré demostrar (entre otras cosas) citando algunos párrafos.
La primera novela, la de las gallinas (tanto o más deliciosa que esta), nunca fue escrita; pero ello sí ocurrió en el prólogo. Estamos, entonces, ante un texto virtual que no debe ser desatendido.
¿Qué vino primero: el huevo o la gallina? Primero vino el huevo, pero la gallina poniéndolo. No hay otra manera de decirlo, ni de solucionar la paradoja biológica.
Los recuerdos son como las mencionadas aves de corral. Nosotros las alimentamos a ellas, pero ellas nos alimentan a nosotros.
Los autores citan a Historias de la estupidez humana, de Rath Vegh: “Afírmase que un hombre a punto de morir puede reaccionar si se colocan algunas gallinas bajo el cuerpo del moribundo. Cuando el peso del cuasi cadáver ha provocado la muerte de las gallinas, el ‘espíritu vital’ de las infortunadas aves pasa al organismo enfermo y lo revive…”. La cita es muy oportuna porque de esto trata la novela: un asesino serial tiene muerta el alma y mata mujeres para revivirse. Llegamos a tener, entonces, un harem de asesinaditas y a un sultán criminal como el de Las mil y una noches.
¿Quién alimenta a quién? Sin duda los parásitos se alimentan de uno. Los parásitos de la misoginia. Los asesinos seriales son tan sólo misóginos exagerados. Pero a esta inmundicia básica la tenemos todos, parecen decirnos los autores. Es el mal de nuestro tiempo. La gran solución es echarles la culpa a otros y matarlos (de manera física o, por lo menos, virtual) para sentirnos menos muertos. Ya está, lo encontré: el mundo frente a mí. La maravillosa falta de solución. La vida perversa hace soñar el sueño maligno de que los demás deben pagar. “Retornaban a mí las ansias de quitarle la vida a aquello próximo, el mecanismo era siempre el mismo: matar, aplastar a quien me brindaba alguna felicidad o algún disgusto y huir”. Matar lo que molesta o lo que hace feliz. Ahora bien, ¿acaso la mayoría de las personas no hace lo mismo? Y esta es la profundidad de la novela, su trascendencia. “Siempre se actúa una ficción cualquiera”, dicen los autores más adelante. “Estaba orgulloso de sentirme —aunque sea sólo una vez— alguien en el mundo”.
“—Tengo que matarte, María. Me has dejado solo”. Pero el asesino habla de un abandono enorme, muy anterior al que pueda haberle producido esta mujer. Leemos: “Quien no puede entender los sueños no puede entender la realidad”. “Experimentaba la impresión de ser parte de una imaginación, una creación, un habitante de una dilatada e intensa quimera de un gigantesco soñante que se había vuelto perceptible incluso para otros hombres. Pero, ¿quién diablos era el que me soñaba? ¿Quién era este ser transparente que me hacía surgir de pronto desde las profundidades de un intelecto enfermo? ¿Cuántos vericuetos me depararía aún y cuánto tiempo duraría esto?”. Aquí es cuando el humano se vuelve parte del arquetipo, del arquetipo diabólico que lo sueña.
Quisiera citar algunas frases de la novela que me han gustado mucho:
“…hicieron que algunas cucarachas escaparan presurosas para sus madrigueras. Las miré y pensé cuán parecidos somos los seres humanos: al igual que ellas, pensamos que podemos estar a salvo huyendo, pero sólo sobrevivimos si ese alguien que nos puede quitar la vida está distraído, cansado o aburrido de aplastarnos”. “Algunos policías circulan, hinchados como magulladuras, entre la multitud, lentos, firmes heraldos que tripulan una bella nave azul en un inmenso mar de mierda”. “Dejé el alcohol y viví la media hora más triste de mi vida”. Respecto a una urna donde un técnico mete a un esqueleto reducido: “Siguiendo un infrecuente mapa mental, fue creando dentro de la caja una intrincada artesanía mausoleónica; engendró una temible araña descarnada y encajonada, disponiendo los huesos con tal habilidad que quedé admirado por varias semanas”. “Ella me reconoció y sonrió, como si se tratara de una mujer caníbal que acaba de comerse a toda su familia”. “No sé si echarte o volver a acostarme con vos”. Para ir finalizando. Yo, que en general suelo estar de acuerdo con Oscar Wilde, difiero con él por lo menos en un concepto. Dice Wilde en La Balada de la Cárcel de Reading: “Todos matan lo que aman. Unos con un gesto, otros con una palabra. Los hombres valientes con una espada”. Por el contrario creo que quien ama no mata, ni con espada, ni con gestos ni palabras. Y esto tiene mucho que ver con la novela que comentamos. La obra gira alrededor de la falta de amor. Asesinos en serie, ya sean físicos o virtuales. Misóginos extremos o supuestamente pacíficos, de esos que la ley no castiga. Pero tal vez sí los castigue la soledad que corresponde a la frívola falta de ontos.
Cito una última frase de esta obra. Respecto a los jugadores que sueñan con ganarle a la banca: “Cuando no es tu noche, no es tu noche”. De la misma manera podríamos decir: cuando no es tu vida, no es tu vida.
(*) Este texto fue leído el 14 de septiembre de 2007 en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, en la presentación de Recuerdos parásitos (quién alimenta a quién...).