Sol Medina Boiko y Fernanda Restivo pasaron por Uribelarrea después de leer la novela Recuerdos parásitos (quién alimenta a quién…), de los hermanos Carlos y José María Marcos, y se encontraron con ciertos personajes paseando lo más campantes por la Plaza Centenario. De ese encuentro tamizado por la imaginación surgieron los singulares y bellos textos “Copulados” y “Orejudos”.

Ah... el de la foto es nuestro amigo Italo, desde la mirada de Rubén Di Nucci

Copulados

Por Fernanda Restivo

Un lugar hecho de polvo. Ellos también. Parecen estar hechos del mismo polvo. “Orejudos”, los nombró ella cuando los miró. “Seres sin cartílagos”. Dijo.
Se acercan. No tienen mirada. Sólo una helada visión que aborta toda posible coloración. ¿Habrán sido creados o estarán hechos por una escala de valores? Del blanco al negro. Sin escala. Sin grises. Sin matices.
Alguna vez, en ese lugar polvoriento, alguien debe haber tenido mucho valor para que hoy haya todo un pueblo copulado por la misma deformidad.
El zoom parece no funcionar. No hay cómo acercar la mirada. No la hubo. Sólo está la de ella: “Orejudos”. En ese lugar sin tiempo llegaron unas miradas y se hizo la siesta. “Es la siesta”, le dijo una mirada a la otra. Y el pueblo se ensiestó.
En bicicleta viene alguien. Habla. Es un hombre. Lleva una bolsa de pan en su manubrio.
“¿Qué pasó en este lugar que hay tanta gente así?”, le preguntó una de ellas. El ser hablante sólo las llevó hasta unas paredes con agujeros donde tal vez alguna vez hubo ventanas. Y puertas. O no.
Una montaña hecha de botellas reciclables aparece detrás de esas paredes. Un gallo ajeno a las miradas se pasea entre despojos colgados de una cuerda, de lo que habría sido ropa. Alguna vez. Una frazada que nunca fue abrigo, oficia de puerta. Se abre. Un chico sale. Se sube a una bicicleta pasando por delante de la injuriante visita de las miradas forasteras. No mira. Sólo ve. Es uno de ellos. “Orejudo” dijo ella. Y lo volvió a nombrar. Alguien cierra la cortina. Cuando no hubo mirada, la mirada es forastera. Amenaza. Eran seres hechos en blanco y negro. No se podrían revelar en otro papel. No tendrían imagen. Es que no tienen pigmentos. No desean. Si hubiese llegado antes una mirada que les hubiese dicho “orejudos”, la cosa habría tenido color. Habrían tenido una “buena oreja”. Tal vez.
Una cola de cinco. Quizá seis de estos seres esperan. Una especie de cacerola o cacharro sostienen en sus manos. Parece que en ese lugar los alimentan. El zoom sólo acerca los recipientes. Ellos siguen a lo lejos. Entran en el foco de la cámara unas cosas amarillas que parecen ser fideos. No se podría afirmar. En este lugar nada se puede afirmar. No hubo afirmación. Eso se puede afirmar.
El primero de la fila comienza a caminar. Entre los árboles en blanco y negro aparece su figura. Se viene encima de nuestras miradas protegidas por la lente. Su ojo queda acorralado en el cristal. Uno solo. El otro no se sabe. Lo debe haber perdido en aquel polvo infinito. Despide un olor repugnante. Huele a cadáver putrefacto. Su comida también. Debajo de lo que alguna vez debe haber sido un pantalón parece llevar unas piernas. Consumidas. Nadie las debe haber tocado. Ni una sola vez. Su torso parece estar hecho de trapo. Se sienta en un banco de la plaza. Nos mira. No. Es mirado. Tal vez por primera vez. En una lengua extraña dice que “es mudo para hablar”. Nunca había pensado que se podría ser mudo para otra cosa. Ese día el me lo enseñó. Se lo dije. Hablé.
Otro de ellos se acerca. Parece no ser mudo. Al menos para hablar. Pide monedas. Algunas. Dice. Y extiende una mano sin edad. Sin huellas de identidad.
El ruido de un celular interrumpió. Era el de una de las forasteras: “Acá estamos, en un lugar hecho de un polvo ilógico”. Dijo. La señal desapareció. Es lógico. Algo es inviable. No se puede establecer comunicación.
Una campana de iglesia llama.
Los “orejudos” no pueden oír. Eso no tiene el más mínimo sentido entonces.
Es que tampoco hubo llamado.
Tal vez sólo el de esa campana sorda que no significa nada para nadie.
Un hombre muy alto, de piernas muy flacas plantadas sobre unos enormes pies que se ensanchan hacia la punta. Deben ser para afirmarse. Camina en el sentido del aullido del campanario. Parece que al menos uno cree en algo. Si lo pudiera pronunciar: “Yo creo”. Podría crear. O no.
Nada se acopla con nada. Acá. Solo son fragmentos desgarrados. Presencias inquietantes que no consiguen ocultarse en el lenguaje. Formas despavoridas que caminan. Vacíos de sentido. Un polvo copulado los increó.
Ya es tarde.
Para amarse.

Orejudos

Por Sol Medina Boiko

Cuando el viento llega a levantar polvo, a esta gente las orejas le flamean.
No es una imagen. Las orejas se les mueven. Se les abren y cierran.
Seres sin nombre. Sin cartílagos puestos.
Pura piel desmembrada en arrugas de tierra.
Te ven y se acercan. Apuntando a tus ojos disparan silencios.
Te fijan la mirada. Te petrifican en una ausencia.
A falta de palabra, estos tipos son mudos de cuerpo.
Sin cartílagos que los sostengan, son sólo colgajos de orejas.
Andan así, armándose un esqueleto por la plaza del pueblo.
Amueblando sus vacíos viscerales con pensamientos ajenos.
Suturando con letras robadas, lo que en cada uno hay de contrahecho.